jueves, 25 de noviembre de 2010

Et revertatur pulvis in terram

Lastimoso tañir incesante. Doblaba queda y majestuosa la campana de la Parroquial. Luto de los corregidores y presbíteros llegados desde las vecinas localidades. El Vicario General, venido a toda prisa desde Granada en una ligera posta de caballos, se aderezaba el negro terno que el maestro mayor bordara para los Solemnes Oficios de la Capilla Real.

Entran los fieles por la puerta que da a la Plaza Mayor. Se desquitan los hombres, al lado de la epístola. Y cubren con pesados velos negros de hilo las mujeres sus cabezas, hacia el lado del Evangelio. Brillan los metálicos correajes de los 200 hombres de guerra, que no han faltado ninguno a la luctuosa ceremonia, desguareciendo sin pudor la vigilancia.

Se lee desde el ambón las misivas llegadas desde la secretaría imperial, y desde la Chancillería, y desde la Capitanía de la Alhambra. Todos demuestran su pesar por la triste pérdida. Disculpa el Vicario general, desde hace menos de un mes también, de Ilustre Canónigo, a Deán de la Catedral, al Arzobispo don Gaspar de Ávalos y Bocanegra, que se encontraba de viaje a Toledo, para encontrarse con el Cardenal Primado.

Revuelo en el exterior de la Iglesia... Una animosa soldadesca blande sus albardas que reverencia la llegada de un caballerizo de la emperatriz. El cabildo se espanta; la Corona, ha mandado a un caballerizo, desfachatez mayor no quepa. ¡Un caballerizo! Cuando don Gonzalo trataba de igual al mismísimo Francisco de los Cobos, y ahora representa a la Real Familia, un caballerizo. Este, se presenta ante el cabildo, en los sillones de tijera de la primera fila y exculpa a doña Isabel de Avis, la Emperatriz, recuperándose aún del parto de su quinto hijo el infante don Juan. Hace saber que el emperador se halla en las Cortes de Monzón, dirimiendo sobre las hostilidades de Francia, las agresiones del Imperio Otomano y las necesidades del Imperio. Y el Cabildo justifica en sus fueros internos a don Carlos “salvaguarda de la Iglesia”.

-Vengo en nombre de mi Señora, la Infanta de Portugal y Emperatriz del Sacro Imperio Isabel de Avis y Trastámara, yo, su caballerizo Francisco de Borja y Aragón, duque de Gandía, y me uno al pesar del pueblo de Motril por tan irrecuperable pérdida.

Y así, sobre un ambón de artillería, el mismo que sirvió para que entraran a la villa las serpentinas, pimenteles y las réplicas de los Doce Apóstoles de la Batalla de Pavía.... Así, sobre el pesado ambón de cerrajes metálicos, un féretro de pino del Segura, macizo y barnizado, con cuatro aldabones de bronce en sus costados y un soberbio crucifijo de gran parecido con el Cristo de Guajar del Retablo de esa Iglesia... Así, yacente, inerme, encerrado en las paredes de madera de su ataúd, conducido hasta el arco toral del templo, custodiado por los seis blandones, tres por cada lado, mientras no ceja su sonido el órgano que hiciera Bartolomé Alguacil y la capilla de la Iglesia entona el viejo Veni Creator al que sigue un Te Deum gregoriano...

Así, sorprendido por la parca, vestido con la misma sotana que lució mientras fundaba capellanías, encargaba a Pedro Machuca retablos y pinturas, escribía a las cancillerías imperiales, predicaba en el púlpito, dirigía las obras de la muralla u ordenaba en buena medida la marcha de la ciudad, moría, en 1537, el primero de los ilustres que hicieron grande a Motril, y más si cabe él, que fue a fuerza pionero.

De la capilla por el costeada, se levantaba la losa del suelo; cuatro guardias, bajaban procelosamente, ayudados por garruchas y sogas, el pesado ataúd. Polvo convertido en polvo buscando el eterno descanso, pero no la fama póstuma. Llantos incontestables en los ojos de los motrileños, sabedores de que perdían uno de sus más capaces vecinos.

Terminaba el entierro, esa fría mañana de una navidad de 1537, fin de los días de don Gonzalo Hernández de Herrera, y el comentario de todos es que, el paso de los siglos se encargaría de recordar a este hombre de Dios que tanto hizo por Motril. Así lo pensaban aquellos que fueron testigos de su desmedida laboriosidad en pro de su población y que acudieron, ese día, a despedir al hasta entonces más grande, más ilustre, más docto y más plausible de cuantos habitaran Motril.

Y el tiempo, les iba a quitar la razón... Yace don Gonzalo, sí, en el olvido indolente de los herederos de aquellos que un día, tanto debieron al Vicario Herrera.

No hay comentarios: